martes, 18 de enero de 2011


Día tras día, semana tras semana, mes tras mes, aprendí a cuidarte, a ayudarte, a defenderte, a quererte, a amarte.
Lo nuestro parecía interminable, infinito. Todo era hermoso, sin problemas, sin rencores, sin motivos para pedir perdón. Eramos felices, nada nos impedía serlo, muchos nos envidiaban, no nos importaba. Aprendimos lo mejor de los dos, lo mejor de cada uno. Cada día era aún mejor, estábamos siempre juntos, riendo y siendo felices.
Todo era un mundo maravilloso, era nuestro mundo, de nadie más, nadie se entrometía, todos lo respetaban.
Pero un día algo cambió, tu forma de ser, tu tono de voz, tus pensamientos, tus decisiones, tu importancia hacia mi, todo había cambiado. Yo no lograba entenderlo, hacía una semana atrás nada era así, pero todo se volvió tan extraño, tan confuso, tan desagradable.
Tu contestador automático se volvía cada vez más fastidioso con ese adorable pero repetitivo En este momento no puedo atenderte, llámame más tarde. Gracias. Después de escucharlo más de doce veces, decidí desistir de llamarte. No deseabas verme ese día, al día siguiente lo intenté reiteradas veces más, pero sin logro alguno. Decidí ir hasta tu casa, al llegar allí, recordé el inmenso jardín trasero, donde bajo la luz de la luna nos dimos nuestro primer beso. Los bellos recuerdos debieron escurrirse de mi mente, estaba frente a la puerta y debía tocar el timbre, antes de tocarlo, oí tu voz, pero no logré detectar qué decías. Muy entusiasmado toqué el timbre, esperando verte y que saltes a mis brazos, pero no, la puerta se abrió y la figura de tu madre se dibujó frente a mí tras un dulce "¡Hola! ¿Cómo estás?". A lo que respondo"¡bien!", con una sonrisa y luego pregunto por tu presencia. Tu madre me dice, "Ella no se encuentra aquí, no se a donde se fue, cuando vuelva, le digo que te llame". Intenté decirle que había oído tu voz, pero para que no piense que estaba espiándolas o algo así, decidí quedarme en silencio y responder, casi frustrado, con un simple "Ok, muchas gracias, hasta mañana". E irme a paso acelerado.
Toda la tarde me la pasé pensándote, sin entender aquella extraña escena.
Días más tarde decidí ir a buscarte y a hablar, ver por qué me evitabas. Justamente te encontré sentada en el porche de tu casa, sola, bebiendo una taza de té, al verme, tu cara se volvió pálida, extraña, de mal gusto. Me acerqué a ti y trataste de esquivarme, pero no podía irme, te pusiste muy nerviosa. Decidiste entrar a hablar, pero fue imposible hacer eso, empezaste a gritar, yo no podía contener la discusión. Finalmente me confesaste que me engañabas, que ya no me amabas y que no te complacía como querías, empezaste a pegarme, a insultarme, mientras mi corazón se rompía cada vez más, ni siquiera mis lágrimas pudieron detenerte, no podías parar, no te importaban mis sentimientos. En ese momento yo me descontrolé, no me pude moderar, no se que me pasó. Agarré el afilado cuchillo que se apoyaba sobre la mesa y te lo clavé en el pecho, como un puñal en el corazón. La sangre empezó a derrarmarse sobre tu tierno cuerpo que yacía en el piso, tu cabello castaño ya no tenía el brillo de siempre, tus ojos marrones, de los cuales me había enamorado me miraban, sin luz, sin vida.
No atiné más que a gritar ¡No me rompas el corazón! y a correr en el medio de la cálida noche de noviembre.


*Agradecimientos a Aldana Lugo, por darme la idea de utilizar el mes de noviembre.

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